Buscaba paz, y acabé saliéndome del Sistema
Sobre cómo un síndrome post-vacacional muy bestia cambió mi vida para siempre.
🏷️: Autocuidado, Crítica social, Slow-life.
Cartas desde Neptuno es una correspondencia íntima entre personas altamente sensibles buscando la forma de encajar en el mundo, a nuestra peculiar manera.
En estas cartas te comparto herramientas y reflexiones que he recopilado en mi búsqueda de realización personal y espiritual, con la esperanza de facilitarte tu camino. Porque, caminando juntos, llegaremos más lejos.
Gracias por leerme,
- Clara. 🌾
Hola bonico, bonica.1 😊 ¿Cómo estás? Espero que muy bien.
Hoy te voy a contar un poco más de mi historia personal, con el deseo de que algo de mi experiencia resuene con la tuya y que, con suerte, nos dé como para un bonito intercambio de reflexiones.
Te escribo estas letras justo mientras el Sol asoma su primer pedacito deslumbrante por encima de la colina. Estoy sentada en mi sillón de trabajo, frente a un gran ventanal que mira al Este.
Amanece, y todas las copas de los pinos se iluminan, en un despertar colectivo del entorno natural en el que vivo.
El fulgor dorado, recién llegado desde el centro de nuestro Sistema Solar, atraviesa y satura mis retinas. Amarilla y dulce, la luz entra en mis ojos con tal fuerza, que siento que me ilumina y calienta por dentro.
Todo a mi alrededor se vuelve mágico durante unos minutos. Toda la Belleza del mundo es desvelada y resaltada durante un momento, para deleite de quienes miran.
Por el árbol que tengo justo delante de la ventana, a través de cuyas ramas estoy viendo amanecer, trepa a saltos pequeños una ardilla rojiza. Se queda muy quieta justo donde yo estoy mirando, como colocándose para la foto. Como si supiera dónde debía ponerse, para que la composición de la imagen estuviera equilibrada y perfecta. La veo a contraluz, con sus orejitas peludas iluminadas por la misma luz dorada que ahora mismo resalta todos los perfiles.
Por un momento, la Vida me regala una estampa que intento atesorar en mi archivo mental de todas las cosas hermosas que han visto mis ojos a lo largo de mi vida.
Y sonrío levemente.
Este tipo de momentos los vivo a diario, pero nunca dejo de apreciarlos. El que se hayan convertido en algo habitual no hace que los viva con menor agradecimiento, pues nunca olvido que hubo un tiempo en que estos momentos de paz y plenitud eran tan escasos, y mis días tan repletos de ansiedad y estrés, que cuando se daban estos momentos de calma y Belleza, lloraba. De alivio, pena y agradecimiento, al mismo tiempo.
Hace dos o tres vidas…
Hace unos 15 años, cuando tenía yo 27, llevaba ya 6 años viviendo y girando en “la rueda del hámster” en una gran ciudad: Barcelona.
La ciudad en sí me gustaba, y me sigue gustando, porque tenía (tiene) una gran playa propia, una orografía que me permitía moverme por ella siempre en bicicleta (me encanta ir en bici), y porque, para mí, tenía el tamaño perfecto. Era lo suficientemente grande como para ser considerada una “gran ciudad”, con todos los beneficios que ello comporta (buenos servicios públicos, variedad de oferta cultural y de consumo, muchas oportunidades laborales, etc.), pero no tan grande como para que no pudiese memorizar su mapa callejero y orientarme (me desoriento fácil, yo… 😅).
Como te decía, la ciudad me gustaba; pero mi vida en ella, no.
Aunque siempre he sido una persona tranquila y con facilidad para tomarme las cosas con perspectiva, en la ciudad no lograba nunca estar en calma, ni sentirme satisfecha. Nunca.
Vivía con una mezcla de ansiedad e insatisfacción constantes, corriendo de tarea en tarea y tratando siempre de robarle minutos al reloj. Mucho más estresada de lo que yo misma era capaz de reconocer, y perseguida día y noche por una sensación silenciosa de vacío interno, de que faltaba algo en mi vida, pero sin saber el qué.
El ruido constante, el ritmo vertiginoso de la ciudad, y el exceso de estímulos suelen ser los factores que más saturan a las personas altamente sensibles en las ciudades. La saturación cognitiva y sensorial, constante y diaria, sin suficientes tiempos ni espacios para calmar el sistema nervioso, era la principal causa de mi problema de ansiedad. Yo pensaba que tenía problemas de ansiedad por mis traumas de la infancia (que también), pero lo que pasaba es que estaba crónicamente desregulada.
Vivía siempre al límite de mis capacidades cognitivas y físicas. Desconocía mi condición de persona altamente sensible, y no sabía cuidar de mis necesidades. Nadie me había enseñado nunca a respetar mis límites, y yo sólo quería encajar, cumplir. Creía que tenía que hacerlo, y que no había otra opción más que aguantar y seguir esforzándome por seguirle el paso a la ciudad, y a la sociedad.
Además, pensaba que a todo el mundo le ocurría lo mismo que a mí, y en la misma medida.
Pero la ansiedad constante, debida en gran parte a la sobrecarga sensorial y mental de mi estilo de vida, era sólo una parte del problema. La otra parte era la insatisfacción vital. Me perseguía día tras día, y no lograba dejarla atrás por mucho que corriese con la bicicleta. Y créeme que corría, pues iba siempre con el tiempo justo a todas partes. La insatisfacción acababa alcanzándome cada vez que me detenía unos minutos a descansar y no hacer nada. Se solía presentar en forma de auto-cuestionamientos sobre qué estaba haciendo con mi vida, junto con un vago sentimiento de vacío en el pecho.
Sentía que a mi vida le faltaba algo indeterminado, pero no lograba entender el qué. Había probado a cambiar de casa varias veces, de trabajo, de peinado. Hostigada por la insatisfacción (y aun acarreando la ansiedad perpetua), había logrado conseguir todos los objetivos que, un día, había pensado que me harían sentir satisfecha con mi vida, y feliz.
Pero no había sido así, pues aquellos objetivos eran todos externos a mí (no relacionados con mi evolución interior), y principalmente materiales: había logrado vivir por mi cuenta en una ciudad cosmopolita, tener una pareja estable, un trabajo que más o menos me gustaba, un círculo de buenos amigos, una cierta estabilidad económica, y un aspecto físico que no me desagradaba. Y un gato, no nos olvidemos del gato.
Se suponía, según mis esquemas mentales de aquel momento, que debía sentirme satisfecha con mi vida. O, al menos, no tan enormemente insatisfecha y vacía como me sentía. Al fin y al cabo, era yo la que había decidido trasladarme a la ciudad, “la ciudad del diseño”. Nadie me había obligado a ir allí, y se suponía que tenía que estar feliz por poder vivir en una ciudad tan bonita.
El pez que no veía el agua
Lo que en ese momento no podía ver es que mi insatisfacción existencial tenía mucho que ver con el sistema económico-productivo del que formaba parte. Con el estilo de vida “normal” de una persona promedio en nuestra sociedad actual.
En nuestra sociedad, se sobreentiende y normaliza que la mayoría de nosotros invirtamos una grandísima parte de nuestro tiempo y energía diaria en trabajos cuyos beneficios son, sobre todo, para unas pocas personas que están “por encima de nosotros” en la jerarquía socio-político-empresarial: superiores, accionistas, y CEO’s.
Y se sobreentiende como lógico y normal que el objetivo final de nuestros esfuerzos laborales, el resultado deseado de nuestro trabajo, sea un beneficio económico. No un beneficio social para la comunidad, ni medioambiental, ni cultural, ni emocional. Económico. Lo primero y lo más importante en casi todo puesto de trabajo es, a fin de cuentas, generar mucho dinero.
Para otros.
Estos dos aspectos, centrales al capitalismo, generaban una fricción irresoluble en mi interior. Es decir, que mi insatisfacción tenía mucho que ver con el estilo de vida moderno, pero yo aún no era capaz de explicármelo ni siquiera a mí misma. Vivía inserta en “la rueda”, y en el fondo notaba que algo no encajaba para mí, que algo no estaba bien, pero no sabía el qué.
A pesar de que soy una persona muy disciplinada y cumplidora, tener que amoldarme a jornadas y horarios de trabajo rígidos no me iba nada bien, porque mis ciclos de energía no son constantes y predecibles. Y forzarme constantemente a seguir horarios impuestos por otras personas me hacía sentir estresada y atrapada, esclavizada por el reloj.
No me sentía libre, y la Libertad es uno de mis valores fundamentales.
Además, el saber que mi trabajo2 sólo generaba un beneficio (en forma de riqueza económica) para unas pocas personas (personas que, además, a menudo no me caían nada bien), tampoco me ayudaba en mi insatisfacción. Hubiera necesitado que mis esfuerzos laborales tuvieran alguna clase de beneficio social o humanitario. Me faltaba el componente del propósito mayor a mi trabajo, pero en ese momento aún no lo sabía.
El viaje que lo cambió todo (siempre son los viajes)
Así las cosas, me fui de vacaciones a una pequeña isla mediterránea, tranquila, verde y ventosa. Menorca, la más pequeña y apartada de las islas Baleares. En la maleta metí bien poco: la ropa justa, mi cámara de fotos, y mis eternas compañeras, Ansiedad e Insatisfacción.
Fue un viaje muy corto, tan sólo de cinco días, pero marcó un antes y un después en mi vida. Allí fue donde, por primera vez desde que tenía memoria, sentí que llegaba a casa. Que estaba a salvo, y en paz. En aquellos 5 días, marcados por el olor a higuera y mar, los paseos en bicicleta, y una calma envolvente que me abrazaba, hubo muchos momentos en los que logré bajar la guardia y relajarme. Y disfrutar, de verdad.
Disfrutar, simplemente, de existir.
Otro día te contaré cómo fue el primer momento en el que sentí ese “llegar a casa”, pues es una anécdota bonita y que sentó un precedente importante para mí. En un trayecto en bicicleta entre campos de cultivo, a solas bajo el Sol y la mirada atenta de un milano real, saboreé por un momento lo que es estar realmente bien. Pero esa anécdota la dejamos pendiente para otra carta, otro día.
Durante aquellas vacaciones, en varias ocasiones me vi diciéndole a mi pareja de ese entonces, medio en broma medio en serio, “Aquí podría yo vivir, perfectamente”, mientras señalaba casas pequeñitas y blancas al borde del mar. En ese momento no me daba cuenta de ello, pero lo estaba diciendo mucho más en serio que lo que me permitía pensar.
Spoiler: …y, de hecho, más adelante acabaría viviendo en Menorca durante 5 años, no muy lejos de donde dije “Aquí podría yo vivir…”.
Según se acercaba el momento de marcharnos de vuelta a casa, a Barcelona, una tristeza muy profunda empezó a instalarse en mí. Casi como la de un duelo, como si alguien amado acabase de morir. No era la tristeza normal y habitual del final de unas vacaciones, era algo mucho más profundo que el llamado “síndrome post-vacacional”.
El vuelo de vuelta en avión fue un punto de inflexión para mí y, de hecho, aquel día (el 13 de agosto del 2010) es la fecha del que considero mi “segundo cumpleaños”; tuve una vida hasta ese día, y otra comenzó a partir de ese momento.
Durante aquel breve vuelo de 30 minutos sentí tal desesperación, tal grito silencioso en mi interior, que no pude ignorar lo que me estaba pasando. Ya no, no más. Y cuando, ya llegando a destino, apareció el skyline de la ciudad en la ventanilla del avión, con sus rascacielos irguiéndose sobre una espesa capa de contaminación, un pensamiento empezó a repetirse en mi cabeza:
“NO QUIERO ESTAR AQUÍ, NO QUIERO ESTAR AQUÍ, NO QUIERO ESTAR AQUÍ…”.
Ahora sé que era mi alma la que se expresaba, y que era ella la que había estado siempre tras la insatisfacción que me venía persiguiendo desde hacía tanto. Pero en aquel momento yo no sabía qué narices me estaba pasando. Sólo sabía que me sentía atrapada, prisionera (en el avión, y en mi vida), y que tenía que hacer caso a aquella queja rotunda, a aquel NO visceral a seguir con mi vida tal cual estaba. Ya no podía volver atrás, tras haber saboreado un breve atisbo de bienestar interior.
En aquel mismo momento tomé la decisión silenciosa de dejar de ignorar a esa voz, de una vez por todas. Darle espacio, y entidad.
Cambios, cambios, cambios
Escuchar y hacer caso a esa voz fue una decisión bastante valiente, la primera que tomaba desde hacía tiempo, y sólo fue la primera de muchas.
En mi próxima carta te contaré cómo fue el proceso de cambiar de vida, de arriba a abajo, aunque lo resumiré bastante (porque son 15 años de idas y venidas, y valoro tu tiempo 😄).
Pero sí te puedo adelantar que, en estos años, pasé de un estilo de vida que no me ayudaba para nada a vivir en Paz y en plenitud, a uno que sí lo hace. Ahora, sin tener una vida idílica, ni mucho menos, sí me siento bastante libre y plena. Y en paz.
Ya no vivo con ansiedad, me siento satisfecha con mi existencia, y no me siento prisionera en una cárcel de barrotes invisibles.
Por el camino hasta aquí tuve que hacer muchísimos cambios externos e internos, como te podrás imaginar.
Empezando por dejar lo poco que había construido de vida propia en la ciudad, e irme a vivir al campo. Yo sola, porque mi relación de pareja de entonces ya estaba en las últimas, y no resistió el embate de mi “locura” repentina.
El planteamiento de dejar la ciudad e irme a vivir al campo me llevó a interesarme por la autosuficiencia (alimentaria, energética, de salud…) y por todos los movimientos sociales en torno a ella. Descubrí que había un término ya acuñado para las personas que, provenientes de una vida urbana, escogíamos dejar las ciudades para irnos a vivir de una forma distinta, más autónoma y conectada a la naturaleza, a entornos rurales: los neorurales. (Sí, es una palabra real… 😄)
Dejar la ciudad y el estilo de vida urbanita para irse a un entorno rural y experimentar con la autosuficiencia es un proceso que lleva tiempo, y exige aprender muchas cosas:
Desde cómo cultivar verduras, construir un sistema de filtrado de agua, o fabricar pasta de dientes casera, hasta cómo reconectar con el cuerpo y la intuición, cómo gestionar las emociones y los hábitos de manera saludable, o cómo re-conocerse y aceptarse a uno mismo, más allá del auto-concepto que se elaboró bajo la presión social.
Porque se puede intentar huir o alejarse del Sistema y sus presiones hacia los montes y los campos, cambiar las tarjetas de crédito por el trueque, y desplazarse a todas partes a pie… pero el Sistema, hoy en día, lo llevamos todos y todas dentro: instalado en nuestras mentes en forma de creencias, aspiraciones, neurosis, tendencias de comportamiento y formas de relacionarnos entre nosotros, y también en todos los traumas transgeneracionales que se alojan en nuestra memoria celular.
Por eso, de todos los procesos de transformación y aprendizaje que viví en estos últimos 15 años, los internos fueron los más difíciles y costosos.
En comparación con todo lo que tuve que desaprender y sanar a nivel psicológico para poder considerarme más o menos libre de los condicionamientos del Sistema, aprender de agricultura, de medicina natural, autosuficiencia energética o cosmética casera fue “coser y cantar”.
Te pongo un ejemplo: en aprender a diseñar y sacar adelante un huerto (con su sistema de riego, su compostaje, y sus rotaciones de cultivos) se puede tardar de 2 a 3 años para adquirir unos conocimientos básicos y no cometer demasiados errores.
Pero, para lograr superar la necesidad de validación social, o la tendencia a vivir con prisa, o a valorarse a uno mismo en base a los logros personales o la apariencia física —no en base a lo que uno es—, se puede tardar toda una vida.
Es mucho más difícil y cuesta mucho más esfuerzo sacarse al Sistema de dentro, que salirse de él.
Y mira que salirse ya es difícil… (es casi imposible lograrlo del todo).
De todo esto te hablaré un poco más a fondo en mi próxima carta, pues creo que te puede ser de valor. Tal vez veas reflejadas, en mis periplos, algunas de tus inquietudes sobre el estilo de vida “normal” de nuestra sociedad actual. O tal vez te suscite alguna reflexión interesante.
Por hoy ya te dejo, que no me quiero alargar más.
Te agradezco muchísimo tu tiempo y atención. Aunque viva con una patita fuera del Sistema, sé que, en esta época, todo el mundo anda saturadísimo de estímulos que atender, y con falta de tiempo para hacerlo. Por eso valoro tantísimo que leas mis cartas, que no son cortas, precisamente.
Si te apetece comentar o preguntarme algo sobre lo que te he contado, me encantará leerte y responderte. Ya sabes que siempre puedes dejar un comentario más abajo, o contestar directamente a este e-mail (si has recibido esta carta en tu buzón de correo).
Y nada más, te dejo ya, que es tarde y se está poniendo el Sol (te he escrito esta carta a lo largo de varios días). Empieza a oscurecer, y en invierno hay que controlar más el consumo eléctrico —a estas horas hay que ir apagando ya las computadoras, los wifis, repetidores, etc.— para que no se gasten demasiado las baterías durante la noche.
Es hora de encender la chimenea y sentarse a… tejer a mano un jersey, pensarás.
¡Pues no! 😄 A ver una serie.
Que no estoy tan, tan desconectada del Sistema… 😉
Te mando un abrazo muy grande. Cuídate, ¿vale?
Nos vemos en 2 semanas. Como siempre, en sábado.
Besos,
- Clara. 🌾
Bonico/bonica es un localismo que se usa en ciertas partes de España para referirse de forma cariñosa a alguien que es dulce o bondadoso. 🥰
La palabra trabajo tiene su raíz etimológica en la palabra latina tripalium, un instrumento de tortura formado por tres palos o estacas que se utilizaba para torturar a los esclavos.
Ahí lo dejo.
Waw! Me resuena muchísimo. Pasando por esa sensación de no querer estar en éste aquí y ahora…
Sólo una observación 😊 Hay CEOs que sufren mucho, y que viven peor que los empleados, en lo psicológico, y también en lo económico… y no son pocxs.
Algún día conseguiré salirme del sistema yo también. En el camino estoy, como ves 🙃.
¡Muchas gracias por compartir todo esto!
"Es mucho más difícil y cuesta mucho más esfuerzo sacarse al Sistema de dentro, que salirse de él."
Esto.
Me ha encantado tu reflexión, especialmente la parte en la que hablas de cómo damos por hecho que el objetivo de nuestra vida debe ser ganar dinero... para otros. Siempre se valoran más los logros que tienen que ver con lo económico, pero nos cuesta comprender que una vez llegados a cierta estabilidad económica, es importante centrarse en la salud, la creatividad, la propia satisfacción y el cuidado de los que más queremos, no los que nos dan más dinero.
El dinero es lo primero para sobrevivir, y creo que por eso nunca salimos de esa rueda una vez entramos. Es como si, una vez tenemos que valernos por nosotros mismos, empezáramos por ver como ser independientes, viéramos que el dinero es el método más sencillo, pero una vez tenemos más que suficiente, no supiéramos mirar más allá y buscar qué más nos hace felices. El dinero es necesario para sobrevivir, pero hay muchas más cosas vitales si queremos alcanzar la felicidad. El dinero no da la felicidad es uno de los dichos más manidos que hay, pero creo que es cierto siempre y cuando tengas las bases de supervivencia cubiertas. consigamos algo de dinero, sobrevivamos, y busquemos la felicidad en otra parte. La naturaleza y los seres queridos son dos básicos para mí.
¡Un abrazo y gracias por tus palabras!
Tienes otra nueva suscriptora ;)
Ana (compi escritora amante de la vida en el campo)